Febo Campo Traviesa

Febo Campo Traviesa
Febo Campo Traviesa (F: G L)

sábado, 30 de julio de 2011

Cosas que jamás escribiré

Todo empezó cuando era pibe. Los domingos a la tarde eran un embole. Me acuerdo que la familia se juntaba en lo de la tía Pocha a almorzar. Después de la comida, que siempre abundó, los mayores en todo su conjunto se iban a apoliyar un par de horas para hacer la digestión y llegar frescos a la hora de los mates y los partidos de fútbol.
Yo era el único pibe en la casa, ¿qué digo? ¡En la cuadra! Nunca me voy a olvidar de sus casas vetustas y achaparradas, ni del silencio sepulcral que las invadía los domingos a la hora de la siesta. Silencio, solamente quebrado por el flamear de las hojas de los árboles al viento, los tronidos y el tamborileo de tormentas ocasionales, y el canturreo (porque hasta los bichos respetaban el horario sagrado) de pájaros y chicharras del sofocante estío.
Ni siquiera había ladridos. El único perro que conocía en la cuadra era el de la casa de enfrente. En esas tardes el perro, era un manto negro con pinta de pocas pulgas, estaba sentado, como petrificado, al lado de su puerta; sin importar el clima ni la época del año. Visto a través de la ventana, por entre los agujeritos de la persiana (como lo veía yo, casi siempre) era como una postal, un monumento; tal vez un guardián de la quietud de aquellas horas. Imaginate, con semejante bestia afuera, el cagazo que me daba a mí asomar el hocico.
El interior de la casa pintaba todavía más tétrico. En el living había una mesa grande y unas sillas como gárgolas que se usaban solamente en navidad. También tenía un catafalco infernal que guardaba unas copas de cristal polvorientas y quién sabe qué cantidad de porquerías de tiempos pretéritos. Colgando de una pared empapelada de turquesa estaba el retrato oval del abuelo. Allí estaba, no podía tener otra imagen de él. El viejo tenía un gesto adusto, monocromático; con una mirada fuerte y penetrante, sobrenatural y amenazante (posiblemente delineada a manos del fotógrafo, pero de purrete no estaba advertido de esos retoques). Ese cuadro dominaba una escena toda bañada por una penumbra de persianas bajas.
El entorno auditivo no me estimulaba a plegarme a la siesta colectiva, tal y como pretendía mi viejo. Cualquier señal sonora del exterior era ahogada por la robusta mecánica de los relojes que estaban distribuidos en las mesitas de luz: una latería constante de resortes tensionados que hacían su cuenta hasta la hora señalada para los campanazos. Esta orquesta encontraba matices en ronquidos ocasionales y desgarradoras flatulencias que se perdían en el aire cada tanto.
El único lugar de liberación para mí en esos momentos era el baño. La puerta cerrada me proveía de un blindaje acústico. Además, estaba un poco más fresco y era el único rincón de la casa que no tenía olor a viejo. Ahí me pasaba la mayor parte de la siesta: me llevaba cuanto material lúdico pudiera conseguir y lo complementaba con la libre disponibilidad de agua corriente y materiales espumantes. Cuando al final sonaban las alarmas y la quietud se abría ante la increíble verborragia del relato deportivo, el piso del baño casi siempre estaba mojado y, cuándo no, enjabonado.
Al igual que el locutor de la radio, mi viejo estiraba las palabras para indicar peligro en el área. “¡Pabloooo! ¿Dónde estaaas?” vociferaba cuando me buscaba para estregarme la macana que había hecho con un sopapo. Siempre me agarraba, tarde o temprano. Después de la paliza de rigor me decía, gritando para sobreponerse a mis sollozos, pero hablando más rápido, que un día de estos Pocha o la abuela se iban a resbalar y romper la cabeza por culpa del enchastre que había hecho en el baño. Así, independientemente del resultado de los partidos, yo terminaba los domingos a la tarde haciendo pucheros, invariablemente.
A mi viejo no le gustaba nada pegarme. Era un tipo muy sensible, pero no veía otra forma de ponerme en regla. Una vez, después de fajarme unas cuantas veces por el asunto del baño de lo de Pocha, intentó disuadirme contándome la primer historia de fantasmas de la que tengo registro. Creo que la había inventado en el momento, pero me encantó. Me llevó al living de lo de Pocha y me sentó en una de esas sillas barrocas, mirando al retrato del abuelo. Me dijo que un día, antes que yo naciera, el abuelo Edmudo estaba en el club de la esquina jugando al ajedrez con el tano Bisceglia, el padre del camionero. Una partida encarnizada, según parece, porque había (según mi viejo) como doscientas personas mirándola. Se ve que el viejo estaba ahí, pensando en su próximo movimiento y el aire se cortaba con un cuchillo, nadie hablaba. Llevaban horas sentados frente al tablero. En eso al viejo le entraron ganas de ir al baño y pidió permiso. Como tenía la casa a veinte metros nomás se fue para el baño de su casa, concentrado en el juego y con una libretita donde anotaba los movimientos de la partida. El tano y los espectadores esperaron varias horas, hasta bien entrada la noche, pero el viejo se había ido para siempre: lo encontraron seco, aferrado a su libretita, sentado en el trono. El tano no lo pudo creer. Tanto se deprimió que a los dos días él también estiró la pata. Según la versión de mi viejo, la cosa no quedó ahí. Unos años después, la tía Pocha venía de hacer las compras. Pasó por la esquina y se ocurrió mirar a través de los vidrios polvorientos de la cantina del club, que por entonces ya estaba abandonada, y los vio al abuelo y al tano, concentrados entre las sombras frente a los escaques y rodeados de telarañas. La tía se pegó un susto bárbaro: se le aflojaron las piernas, se le cayó la bolsa de los mandados y llegó a su casa toda pálida. Y con esa cara, y encima que se le había roto la botella de vermut que le había mandado a comprar, la abuela le exigió una explicación. Pocha le contó lo que acababa de ver y la abuela la dijo varias veces que estaba loca, hasta que se les ocurrió ir a mirar la libretita que estaba guardada en el aparador. Encontraron que había registrados varios movimientos posteriores a la fecha del deceso. Ahí la abuela le dio la razón a Pocha. Entonces, me dijo mi viejo, que el alma del abuelo no iba a encontrar sosiego hasta que se acabara la partida. Que a veces volvía al baño (tratándose de una entidad puramente etérea, no me figuro el motivo) para pensar las jugadas más trascendentales, así que mejor que no hiciera lío ahí porque sino el abuelo no se iba a poder ir al cielo. Yo le pregunté, naturalmente, cómo sabía que la partida no se había terminado ya. Él me contestó que la abuela a veces lo siente entrar a la casa a la hora de la siesta. Que cada tanto revisa la libretita y observa el progreso de la partida, esperando ver algún día los dos signos más al lado de alguna movida. Que eso todavía no había sucedido. Añadió, medio en broma y señalando el retrato oval, que ese rictus hosco que llevaba en la cara se iba a ir cuando pudiera terminar la partida.
Me hizo prometer que no iba a desordenar más el baño y que no le dijera a nadie que me había contado del abuelo. Lejos de aplacar mis ánimos, el relato me incitó a hacer cosas nuevas. A partir de ahí, mis incursiones al baño ya no involucraron agua y jabón, sino sesiones de oscuridad total, con velas, copas y tablas güija hechas con lápiz y papel. Luego de las advertencias de mi viejo, trataba de ser más pulcro y no dejar huellas, pero él se ocupaba de averiguar en qué andaba. Cada tanto, antes de encender la radio venía y me decía despacito: “vaya rápido y limpie las gotas de cera del lavabo antes que se entere su madre”. Yo obedecía, claro. Ese era nuestro pacto secreto: él se sentía parte responsable de mis ánimos espiritistas y no quería sentirse obligado a dar explicaciones.
Una vez no hubo manera de zafar. Una tarde bochornosa, no sé por qué sentí el deseo irrefrenable de buscar la famosa libretita en el aparador. Empecé a abrir puertas (creo que rompí algunas cerraduras) y a revolver trastos en busca de la evidencia. Saqué algunas cosas y me metí adentro, porque era muy grande. Estaba muy confiado que la iba a encontrar y que no me iban a pescar. ¡Cuán equivocado estaba! Abocado a la búsqueda y agachado dentro del aparador, sentí un ruido que me sobresaltó, no sé qué fue. Pensé que alguien se había levantado de la cama. Me incorporé de pronto y me di la cabeza contra el interior del mueble, con tan mala suerte que hice que un estante de la vitrina se desprendiera de su posición fija y promoviera una reacción en cadena que terminó con la cristalería hecha añicos. Cuando logré salir del aparador me encontré que había despertado a los jinetes del Apocalipsis. Estaban delante de mí, con los cabellos revueltos, sacando turno para abatir sus maldiciones sobre mí. Tan conmocionado estaba todo que hasta el perro de enfrente no paraba de ladrar. Yo estaba con un julepe terrible, me temblaban las piernas. Mi vieja y la abuela me lanzaban gritos a repetición, mientras la tía Pocha se tapaba la boca, recorriendo de un lado al otro la escena y repitiendo “ay, las copas”. Mi viejo, más atrás, permanecía en silencio, con un codo apoyado en el espaldar de una silla y cubriéndose la cara con la mano. En pos de defender lo indefendible, mencioné la libreta del abuelo. Inmediatamente, todos los insultos cambiaron de destinatario. Las tres mujeres se le fueron al humo a mi viejo, entre gritos y llantos. Él me lanzó una mirada lúgubre, y después comenzó a contestarles, también a los gritos.
Creo que desde ese día no volvimos más a lo de Pocha. La abuela falleció al año siguiente. Pocha vendió la casa, se juntó con un milico y se fue a vivir a Córdoba. Nos vimos en algunas ocasiones, pero nunca evocamos aquellas vivencias. Del abuelo y su libreta no supe más nada, así que descarté, de allí en más, la posibilidad de toparme cara a cara con su espectro.
Sin embargo, mi pasión por los fantasmas no claudicó. Leí muchos relatos de misterio y ensayos sobre mitos urbanos que involucraban fantasmas. Pero lo que más me gusta hacer es meterme en las peñas pueblerinas, sobre todo en los pueblos más chicos, para animar a los viejos a que me cuenten sus propias versiones de la llorona y la luz mala. Me inspira y me ayuda a narrar mis historias.

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